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La naturaleza y los niños

No hago ningún descubrimiento si digo que los niños tienen una evidente conexión con la naturaleza.  La vida en las ciudades no ha podido apagar esa fascinación que les produce. Los niños en la naturaleza son más libres y eso les hace más autónomos y más felices. Se encuentran inmersos en una gran aula donde todo aprendizaje se realiza mediante exploración, observación y manipulación.



Yo fui una niña eminentemente urbana. Hace varias generaciones que mi familia proviene de la ciudad (de distintas ciudades), así que no tengo pueblo. Sí, sí, una de las pocas de España, pero así es. Mi contacto con el campo durante la infancia quedó restringido a unos cuantos alquileres vacacionales, excursiones escolares y visitas puntuales al pueblo de alguna amiga. No echaba en falta algo que no tenía. Mi contacto más continuo con la naturaleza ha venido, ya en la veintena, de la mano de mi marido. Sus padres tienen una casa en un pueblo, inmerso en un entorno idílico: al pie de las montañas, junto al río y rodeada de bosques y pastos. Al contrario que yo, mi marido, aunque vivía en la ciudad, sí tuvo un estrecho contacto con la naturaleza gracias a los fines de semana y los veranos pasados en el campo, donde aprendió cosas tan variopintas como el cuidado de los animales o de la tierra. Yo, las vacas, las veía en la tele y en las visitas a la granja escuela. Como tantos niños de hoy.

Mis hijos tienen la fortuna de vivir ambos mundos. Y tengo que reconocer que el campo les sienta bien. Duermen mejor, comen mejor, disfrutan del aire libre casi todo el día. No necesitan (casi) tele ni tantos juguetes. El mayor se divierte regando las plantas, observando a las hormigas, arrancando tomates aún verdes de las tomateras (el año pasado no perdonó ni uno; veremos si este año es más paciente), recogiendo ciruelas y melocotones, aplastando mariquitas (no es su intención, pero está diezmando la población a un ritmo trepidante), escucha asombrado el sonido del viento entre las hojas y el canto de los grillos (¿qué suena, mamá?), espanta a las golondrinas que quieren anidar en el porche, observa a una distancia prudencial las vacas, las ovejas y los caballos que se encuentran en los pastos, sopla dientes de león, me trae margaritas aplastadas, trepa con su padre a los observatorios de pájaros de la zona, conoce cada fin de semana especies nuevas (este puente ha descubierto los patos silvestres), tira piedras al río...

Es enorme el número de estímulos que reciben los niños en los entornos rurales. Aprendizajes y experiencias que les ayudarán en su desarrollo físico, emocional y cognitivo. En el campo se caen con más frecuencia, porque los caminos no son lisos, pero aprenden a levantarse. En el campo se ejercita la virtud de la paciencia, porque las plantas tienen su ritmo y hay que esperar el paso natural del tiempo. En el campo se aprende a observar los pequeños detalles, a cuidar el entorno. El juego al aire libre estimula la coordinación y el equilibrio. También dicen que los niños que viven en entornos rurales son menos miedosos, más ágiles y más tranquilos que los de la ciudad.

No penséis que voy a hacer las maletas y mudarme. La ciudad me encanta y tiene muchas ventajas de las que carece el campo. Pero es innegable que para los niños el contacto con la naturaleza es importante y beneficioso, por lo que considero necesario que los padres lo fomentemos de la forma en que nos sea posible (paseos por el campo, excursiones, etc.). Porque ellos disfrutan y aprenden en un entorno lleno de fascinantes descubrimientos.